Anécdotas, Cuentos, Historias

jueves, 22 de enero de 2015

TODO ESO POR UNA MARRANA

TODO ESO POR UNA MARRANA
Un caso real escrito por Julio Roberto Pinzon Moreno.


El impacto en el pecho de un disparo  de revolver calibre treinta y ocho largo  acabó con la vida de Diovigildo Lancheros Rodríguez. Eran las once de la noche cuando se oyó la detonación en la casa del hombre que desde hacía  tres días  gozaba de libertad condicional.  Había salido de la cárcel donde purgaba una pena por hurto de ganado mayor. Mucho se especuló sobre su muerte y se tejieron diferentes versiones sobre las causas, los autores intelectuales y el autor material del crimen  pero la realidad aún permanece en la sombra al igual que muchas de las fechorías y algunos de sus cómplices, que fueron  parte de la historia  delictiva de don Diovigildo.
  La vida y obra de Diovigildo constituyen hoy una verdadera leyenda que no tiene nada de fantasía, pero sí  mucho de misterio.  Para este hombre robar y robar fue su destino; de sus uñas no se escapaban  gallinas, pavos,miel y enseres  domésticos, entre otros; La labranza de   los vecinos la consideraba de su propiedad; fueron muchos los  cerdos, caballos y ganado que hurtó a lo largo de su vida y fue muy corto el tiempo que pagó en cárcel, frente a sus delitos.
Llegó a constituirse en un verdadero azote para el vecindario; Su vida era nocturna;  Su modalidad de robo, visitar las casas de los vecinos que por algún motivo dejaban su vivienda sola, robar las cosas o los animales de viudas y personas solas que por su condición y miedo no se animaban a acudir a la autoridad.  Su poder intimidatorio sobre víctimas y testigos era efectivo y para ello contaba con algunos de sus cómplices; tenía   fama de hombre guapo, peleador y vengativo. Si se le denunciaba, de él había que esperar un mal mayor.
La única agresión física y verbal  que sufrió por los males causados fue cuando robó ganado a  la familia Segura y estos lo esperaron en  “La Realidad”. Los dos Segura hijos le propinaron algunos garrotazos con las varas de Guayacán y  Jesús Segura lo prendió de los testículos y lo arrastró camino abajo por   el empedrado unos treinta metros. La muenda hubiera sido mayor pero la rápida intervención de la muy querida y respetada propietaria del negocio; la señora Barbarita y su esposo y don Misael su esposo lograron que los enfurecidos damnificados soltaran a Diovigildo y se encerraran a tomar guarapo mientras desde el camino el agredido los desafiaba, los ultrajaba y les prometía venganza.  Durante muchos se oyó a Diovigildo decir: “Todos los días que amanecen me acuerdo del infeliz que me arrastró de las pelotas; de mis manos no se va a escapar”. Nunca hubo tal venganza pero sí los  citados ganaderos perdieron más reses y caballos.
Cojeaba del pie izquierdo y  su cojera se agudizaba en los días siguientes algún robo cuando se le veía juicioso trabajando en sus sementeras y no faltaba a misa mayor el día domingo con  regreso  temprano a casa;  para estas ocasiones caminaba muy despacio, se le  notaba muy agobiado y se trancaba con una pesada vara de guayacán. De su  casa era el único ladrón y no se tiene noticia de que su esposa o sus cinco hermosas hijas lo hayan acompañado en el delito más que con el silencio obligatorio y desde luego participando de algunos de los beneficios de la reprochable labor del jefe de hogar. Se sabe que muchas veces su esposa al igual que sus hijas  le reprocharon y le pidieron que dejara de robar.
 Diovigildo actuaba solo y únicamente cuando se trataba  de robos grandes de ganado y bestias lo hacía con sus cómplices a quienes contrataba como obreros para arrear los animales hasta “Lagunas” al otro lado de del río “Upía”; Hoy la “Ururía”, en el departamento del Casanare. Allí en sus años de mayor esplendor nuestro personaje había tomado en arriendo una finca para pastoreo de los animales hurtados.  Muy pocas veces planeó y ejecutó robos  en sociedad con los de su banda cuyos miembros eran más  de afinidad por el oficio y necesarios para intimidar a sus víctimas que para cometer delitos en compañía.
Sólo al final de su carrera Diovigildo decidió compartir  su saber  y experiencia en su reprochable profesión instruyendo e  involucrando a algunos jóvenes campesinos para robar  y comercializar ganado. Entrada la noche, en el patio de la casa de alguno de sus futuros socios frente a unas cuatro o cinco  personas Diovigildo daba las instrucciones, contaba anécdotas  y penalidades de su trabajo y con mucha energía les incitaba a los de su auditorio a no ser pendejos y a no dormir como las culebras. De esta incipiente banda salió el hombre que años después  lo asesinó en su propia casa frente a su mujer.
 Por alguno de  los asistentes a  clase    se conoció la justificación de Diovigildo para comenzar a robar nunca abandonar esta  profesión.
En Diovigildo no existía el menor asomo de vergüenza o arrepentimiento por su actuación delictiva, por el contrario se jactaba de ello y  se refería a algunas de sus víctimas como gente muy rica que le sobraba el dinero y que además no tenían mujer ni hijos para mantener;  a una persona que tuviera en su finca unas quince reses, él aseguraba que poseía más de cien cabezas de ganado y mucha tierra y plata a interés y en los  bancos. Así   hablaba de los campesinos a los que él continuamente robaba.  Se paseaba los sábados por el mercado del ganado y los cerdos muy bien vestido: pantalón en colores claros, camisa blanca, sombrero blanco de ala ancha, chaqueta de cuero o de paño de  color amarillo o café zapatos finos y limpios y medianamente  cojeando  le imprimía cierto aire de  elegancia a su presencia..  Semejaba un verdadero negociante de ganado e impresionaba sacando del bolsillo interno de la chaqueta grandes fajos de billetes para pagar en la tienda los tragos de whiskies que  apuraba con  ademán de fino tomador. Tomaba solo y cuando alguien de sus conocidos le decía :_“Don Diovigildo, “gaste algo pa la sed”, contestaba para que todos los presentes lo oyeran: – “A jediondos muchachos, llenos de salú y  juventú y siguen durmiendo tarde como las culebras. Yo jarto amarillo, llevo buen mercao pala casa y no me jalta la plata en el bolsillo porque mientras los demás duermen yo trabajo”.
En sus andanzas nocturnas  se le veía totalmente vestido de negro y no caminaba cojo, corría muy rápido tras el ganado y como enlazador y diestro ganadero hacía gala de mucha habilidad.
En más de cuarenta años de vida delictiva únicamente tuvo tres entradas a la cárcel: la primera cuando descubrieron doce reses y tres caballos robados en la finca que poseía en arriendo en “Lagunas”,  los vecinos de ese lugar colaboraron con la autoridad sin  tenerle miedo a Diovigildo y sus cómplices; gracias a  que   fue capturado por el DAS Rural,  en el camino llevando el  ganado robado a los “Segura”,  se salvó de que los “bajeños”[1] lo ajusticiaran como era costumbre con los ladrones que descubrían; Los mataban a tiros y los arrojaban al río.  Esta vez estuvo preso cuatro años en la penitenciaría “El Barne” de donde  salió rejuvenecido y con más ánimo para continuar sus fechorías.
La segunda pena de Diovigildo en prisión fue por el robo de una marrana;  Admirable la valentía, rectitud y decisión de una virtuosa mujer que no se dejó intimidar ni sobornar; esta mujer demostró amarrarse las faldas mejor que los pantalones de muchos hombres. De  este acto ejemplarizante nos ocuparemos más tarde.
La tercera y última permanencia de Diovigildo en la cárcel  se dio cuando pasados algunos años del incidente de la marrana fue invitado por algunos jóvenes que querían seguir su ejemplo para  que los instruyera y se asociara con ellos como maestro y jefe de la banda. Diovigildo aceptó sin reparos  la sociedad sin  sospechar que entre sus discípulos estaría su futuro victimario y menos aún pudo prever que todas sus precauciones, experiencia, edad, prácticas intimidatorias y sus influyentes amigos de la política local, de paso amantes de sus hijas,  no lo librarían de volver a prisión y de pagar con su  vida todas sus culpas.
Ante  los jueces y autoridades de policía Diovigildo siempre se salía con la suya por falta de pruebas y por testigos comprados; en más de una ocasión siendo inculpado como sospechoso de algún hurto, contaba con la ayuda incondicional de tres de los más influyentes hombres de negocios y caciques politiqueros locales quienes incondicionalmente acudían a declarar sobre la buena conducta y vida ejemplar de campesino trabajador y honrado, víctima de calumnias y acusaciones temerarias. Bástenos con  decir que estos tan respetados personajes, entre ellos un abogado, eran amantes de las lindas hijas de Diovigildo y hasta las tenían viviendo en Bogotá con todas las comodidades imaginables.
Las clases de Diovigildo a sus futuros cómplices se daban tres días a la semana, comenzaban a las seis de la tarde y se prolongaban hasta tarde de la noche; tenían lugar en  la casa de alguno de sus alumnos, se acompañaban con guarapo y no podía faltar la abundante  cena con gallina robada que a juicio de los ladrones es más la más sabrosa. En una de estas sesiones fue que Diovigildo explicó por qué había dedicado su vida a robar y narró la siguiente historia:
Tenía apenas veintitrés años, eran los  tiempos de la violencia y  tuve que hacer viaje Miraflores para que en el hospital atendieran a mi mujer de parto; iba a nacer  mi primer hijo.  En el alto de la Cruz fui  detenido por soldados en un improvisado retén. Conducido amarrado a través del bosque me llevaron a una inmensa  fosa muy cerca del pueblo donde estaban unos policías y unos civiles matando liberales. Con las manos amarradas atrás y lo ojos vendados los paraban al borde del hoyo, les daban un garrotazo o un machetazo  en la nuca y al caer el cuerpo era acomodado  en el fondo del hueco por el sepulturero, un tipo de apellido Gámez.
Yo iba a correr la misma suerte y ya me estaban vendando con un trapo negro cuando alguien dijo que era mejor que los comandantes militares Planadas y Villarreal me interrogaran y que además  había que consultar al alcalde.  Me llevaron a “La Copa” una antigua escuela que ahora funcionaba como puesto de mando de militar; me dieron patadas y puños sin ninguna consideración, Revisaron mi cédula y mi salvoconducto e interrogado varias veces  por los comandantes fui llevado a presencia del alcalde  Roa Sánchez donde sufrí mayores ultrajes junto con los gritos  de “cachiporro”, “chusmero”  y “collarejo” por parte del mandamás, el resguardo  y sus ayudantes.
Encerrado en  “La  Desmotadora”, una tenebrosa prisión en Miraflores donde muchos liberales entraban y muy pocos salían con vida, esperaba ser torturado para  que hablara, porque  los comandantes militares y el  alcalde me habían señalado  como  sospechoso de  haber  participado en los hechos violentos ocurridos días atrás  cuando chusmeros obedeciendo  órdenes directas de Pablo Bautista y al mando de los comandantes revolucionarios  Melo y Perilla incursionaron por el camino de Páez y  pasando “la Buenavista” atacaron los puestos militares de “El cascajo” y el “Boquerón” ; en algunas de  las veredas ubicadas entre las quebradas “Susía” y  Mocasía, dejaron  gran cantidad de muertos entre civiles y policías; además saquearon e incendiaron  algunas viviendas de familias conservadoras y se alzaron con un considerable botín de guerra. Esta fue una retaliación a los  “chulavitas” y colaboradores de  los godos. Yo nada tenía que ver con eso porque era un campesino honrado, dedicado a mi finca y a mi familia.
 Pasé muchos  meses preso y con la angustia de que en cualquier momento me sacarían rumbo a la Buenavista, colocado al borde del precipicio para recibir un peinillazo en la nuca y ser arrojado al abismo o a lo mejor  me darían una pica y una pala y me llevarían a cavar mi propia sepultura en los alrededores del pueblo; esa era la suerte que corrían la mayor parte de los liberales que caían en  esta espantosa  prisión.
De mi mujer solo volví a tener noticias tres meses después por boca de  un preso, don Eliecer Ramírez, un anciano liberal que había sido alcalde varias veces y quien en uno de sus mandatos  entre los años 1936 y 1940 hizo construir la cárcel donde estábamos recluidos. Mi esposa llevada la misma tarde de la captura al cuartel en la escuela urbana “Benjamín Herrera” fue obligada a lavar ropa de los soldados y a los tres días en el hospital tuvo la criatura, luego la llevaron  a hacer  trabajos denigrantes como sirvienta en la casa de un tal Arturo Mahecha  el jefe de los guardianes de la “Desmotadora”. Nos volvimos a ver con ella ya arreglado el tiempo cuando mandaba en el país mi  general Gustavo Rojas Pinilla; gracias a él a Dios y a la virgen estoy todavía vivo junto con mi mujer.
Cuando regresé a mi finca por los lados del río Tunjita, no encontré más que el peladero donde estaba la casa y la enramada para beneficio de la caña, se habían robado hasta el alambre de las cercas. Mi finca, mi  ganado, mis bueyes, el caballo y una mula junto con la finca habían pasado a manos de los “chulavitas” encabezados por quien ocupaba el puesto de “Resguardo”, un guaricho, asesino, torturador, ladrón, violador y asaltador hermano del cura “Millán” quien vestido de militar y con grado de capitán perseguí sin tegua a los liberales.
 Lloré amargamente mi desgracia y me juré a mi mismo que pasaría el resto de mi vida robando en venganza por lo que me habían hecho.
Con los cachorros de ladrones aún en formación Diovigildo emprendió el último de sus robos, del cual   dependió su  última entrada a prisión y su trágica muerte  en su propia cuando abrió la puerta para atender a su  conocido alumno quien  le pedía que guardara el producto de un robo y ofrecía una jugosa participación.
Una noche de luna llena sus discípulos y ahora socios, según lo planeado  bajo la dirección de Diovigildo sacaron ocho novillos de una finca y los cargaron  en un camión. De la venta del ganado en Guateque se  encargó en persona el anciano jefe quien se hizo acompañar  de uno de sus nietos,   menor de edad.
En  tres seguros infalibles para no ir a la cárcel  confiaba  el  veterano  ladrón:. El primero, cuando el robo fuera descubierto, el ganado ya habría sido sacrificado en Bogotà y él muy orondo estaría en su casa trabajando en sus sementaras;  el encargado de cuidar el ganado era uno de sus alumnos y daría aviso al patrón en el tiempo acordado en el plan de trabajo. El segundo, en caso de ser capturado, siendo  hombre  anciano y por su condición de ser   mayor de  sesenta años el juez se vería obligado a tomar  la decisión de dejarlo libre apenas  algunas presentaciones periódicas al juzgado. El tercer seguro era contar con el apoyo y declaraciones incondicionales como hombre de de bien por parte de los influyentes politiqueros de la región quienes estarían como siempre comprometidos a pagar los favores de sus codiciadas hijas.
Aparte de todas estas prevenciones Diovigildo se guardaba por ahí otra cosita frente a sus cómplices y en caso de tener que ir a prisión no faltaría nada en su casa y al cumplir su pena disfrutaría de buen dinero.
Lamentablemente todo lo planeado falló: capturado en Guateque con las manos  en la masa y en compañía de su nieto menor de catorce años,  fue  conducido a Miraflores en el mismo camión que había transportado los semovientes. Puesto a órdenes del juzgado y con la participación de la recién creada Fiscalía General de la Nación fue sentenciado por  hurto de ganado mayor y por la participación en el  delito  de menor de edad a su cargo.
De nada valió presentar ante el juez el registro civil de nacimiento para demostrar su edad; Sus influyentes yernos que tantas veces lo sacaron de apuros esta vez no fueron llamados a declarar y su poder intimidatorio ya no causaba efecto alguno en sus víctimas. Eran tiempos modernos, ahora la Fiscalía lo acusaba y presentaba las pruebas además de brindar protección  a los testigos.
A Diovigildo solo le quedaba la última carta de su plan: hacerse cargo él solo del delito, ir a la cárcel y desde allí chantajear a sus cómplices




[1] Término usado  por ese entonces en la región del Lengupá para referirse  a los habitantes  de Páez y riberas del río Upía.

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