TODO ESO POR UNA MARRANA
Un caso real escrito por Julio Roberto Pinzon Moreno.
El impacto en el pecho de un disparo de revolver calibre treinta y ocho largo acabó con la vida de Diovigildo Lancheros
Rodríguez. Eran las once de la noche cuando se oyó la detonación en la casa del
hombre que desde hacía tres días gozaba de libertad condicional. Había salido de la cárcel donde purgaba una
pena por hurto de ganado mayor. Mucho se especuló sobre su muerte y se tejieron
diferentes versiones sobre las causas, los autores intelectuales y el autor
material del crimen pero la realidad aún
permanece en la sombra al igual que muchas de las fechorías y algunos de sus
cómplices, que fueron parte de la
historia delictiva de don Diovigildo.
La vida y obra de
Diovigildo constituyen hoy una verdadera leyenda que no tiene nada de fantasía,
pero sí mucho de misterio. Para este hombre robar y robar fue su
destino; de sus uñas no se escapaban
gallinas, pavos,miel y enseres
domésticos, entre otros; La labranza de
los vecinos la consideraba de su propiedad; fueron muchos los cerdos, caballos y ganado que hurtó a lo
largo de su vida y fue muy corto el tiempo que pagó en cárcel, frente a sus
delitos.
Llegó a constituirse en un verdadero azote para el vecindario;
Su vida era nocturna; Su modalidad de
robo, visitar las casas de los vecinos que por algún motivo dejaban su vivienda
sola, robar las cosas o los animales de viudas y personas solas que por su condición
y miedo no se animaban a acudir a la autoridad.
Su poder intimidatorio sobre víctimas y testigos era efectivo y para
ello contaba con algunos de sus cómplices; tenía fama de hombre guapo, peleador y vengativo.
Si se le denunciaba, de él había que esperar un mal mayor.
La única agresión física y verbal que sufrió por los males causados fue cuando
robó ganado a la familia Segura y estos
lo esperaron en “La Realidad”. Los dos
Segura hijos le propinaron algunos garrotazos con las varas de Guayacán y Jesús Segura lo prendió de los testículos y
lo arrastró camino abajo por el
empedrado unos treinta metros. La muenda hubiera sido mayor pero la rápida
intervención de la muy querida y respetada propietaria del negocio; la señora
Barbarita y su esposo y don Misael su esposo lograron que los enfurecidos
damnificados soltaran a Diovigildo y se encerraran a tomar guarapo mientras
desde el camino el agredido los desafiaba, los ultrajaba y les prometía
venganza. Durante muchos se oyó a
Diovigildo decir: “Todos los días que amanecen me acuerdo del infeliz que me
arrastró de las pelotas; de mis manos no se va a escapar”. Nunca hubo tal
venganza pero sí los citados ganaderos
perdieron más reses y caballos.
Cojeaba del pie izquierdo y
su cojera se agudizaba en los días siguientes algún robo cuando se le
veía juicioso trabajando en sus sementeras y no faltaba a misa mayor el día
domingo con regreso temprano a casa; para estas ocasiones caminaba muy despacio,
se le notaba muy agobiado y se trancaba
con una pesada vara de guayacán. De su
casa era el único ladrón y no se tiene noticia de que su esposa o sus
cinco hermosas hijas lo hayan acompañado en el delito más que con el silencio
obligatorio y desde luego participando de algunos de los beneficios de la reprochable
labor del jefe de hogar. Se sabe que muchas veces su esposa al igual que sus
hijas le reprocharon y le pidieron que
dejara de robar.
Diovigildo actuaba solo y
únicamente cuando se trataba de robos
grandes de ganado y bestias lo hacía con sus cómplices a quienes contrataba
como obreros para arrear los animales hasta “Lagunas” al otro lado de del río
“Upía”; Hoy la “Ururía”, en el departamento del Casanare. Allí en sus años de
mayor esplendor nuestro personaje había tomado en arriendo una finca para
pastoreo de los animales hurtados. Muy
pocas veces planeó y ejecutó robos en
sociedad con los de su banda cuyos miembros eran más de afinidad por el oficio y necesarios para
intimidar a sus víctimas que para cometer delitos en compañía.
Sólo al final de su carrera Diovigildo decidió compartir su saber
y experiencia en su reprochable profesión instruyendo e involucrando a algunos jóvenes campesinos
para robar y comercializar ganado.
Entrada la noche, en el patio de la casa de alguno de sus futuros socios frente
a unas cuatro o cinco personas
Diovigildo daba las instrucciones, contaba anécdotas y penalidades de su trabajo y con mucha
energía les incitaba a los de su auditorio a no ser pendejos y a no dormir como
las culebras. De esta incipiente banda salió el hombre que años después lo asesinó en su propia casa frente a su
mujer.
Por alguno de los asistentes a clase
se conoció la justificación de Diovigildo para comenzar a robar nunca
abandonar esta profesión.
En Diovigildo no existía el menor asomo de vergüenza o
arrepentimiento por su actuación delictiva, por el contrario se jactaba de ello
y se refería a algunas de sus víctimas
como gente muy rica que le sobraba el dinero y que además no tenían mujer ni
hijos para mantener; a una persona que
tuviera en su finca unas quince reses, él aseguraba que poseía más de cien
cabezas de ganado y mucha tierra y plata a interés y en los bancos. Así
hablaba de los campesinos a los que él continuamente robaba. Se paseaba los sábados por el mercado del
ganado y los cerdos muy bien vestido: pantalón en colores claros, camisa
blanca, sombrero blanco de ala ancha, chaqueta de cuero o de paño de color amarillo o café zapatos finos y limpios
y medianamente cojeando le imprimía cierto aire de elegancia a su presencia.. Semejaba un verdadero negociante de ganado e
impresionaba sacando del bolsillo interno de la chaqueta grandes fajos de
billetes para pagar en la tienda los tragos de whiskies que apuraba con
ademán de fino tomador. Tomaba solo y cuando alguien de sus conocidos le
decía :_“Don Diovigildo, “gaste algo pa la sed”, contestaba para que todos los
presentes lo oyeran: – “A jediondos muchachos, llenos de salú y juventú y siguen durmiendo tarde como las culebras.
Yo jarto amarillo, llevo buen mercao pala casa y no me jalta la plata en el
bolsillo porque mientras los demás duermen yo trabajo”.
En sus andanzas nocturnas
se le veía totalmente vestido de negro y no caminaba cojo, corría muy
rápido tras el ganado y como enlazador y diestro ganadero hacía gala de mucha
habilidad.
En más de cuarenta años
de vida delictiva únicamente tuvo tres entradas a la cárcel: la primera cuando
descubrieron doce reses y tres caballos robados en la finca que poseía en arriendo en “Lagunas”, los vecinos de ese lugar colaboraron con la
autoridad sin tenerle miedo a Diovigildo
y sus cómplices; gracias a que fue capturado por el DAS Rural, en el camino llevando el ganado robado a los “Segura”, se salvó de que los “bajeños”[1]
lo ajusticiaran como era costumbre con los ladrones que descubrían; Los mataban
a tiros y los arrojaban al río. Esta vez
estuvo preso cuatro años en la penitenciaría “El Barne” de donde salió rejuvenecido y con más ánimo para
continuar sus fechorías.
La segunda pena de Diovigildo en prisión fue por el robo de una
marrana; Admirable la valentía, rectitud
y decisión de una virtuosa mujer que no se dejó intimidar ni sobornar; esta
mujer demostró amarrarse las faldas mejor que los pantalones de muchos hombres.
De este acto ejemplarizante nos ocuparemos
más tarde.
La tercera y última permanencia de Diovigildo en la cárcel se dio cuando pasados algunos años del
incidente de la marrana fue invitado por algunos jóvenes que querían seguir su
ejemplo para que los instruyera y se
asociara con ellos como maestro y jefe de la banda. Diovigildo aceptó sin
reparos la sociedad sin sospechar que entre sus discípulos estaría su
futuro victimario y menos aún pudo prever que todas sus precauciones,
experiencia, edad, prácticas intimidatorias y sus influyentes amigos de la
política local, de paso amantes de sus hijas,
no lo librarían de volver a prisión y de pagar con su vida todas sus culpas.
Ante los jueces y
autoridades de policía Diovigildo siempre se salía con la suya por falta de
pruebas y por testigos comprados; en más de una ocasión siendo inculpado como
sospechoso de algún hurto, contaba con la ayuda incondicional de tres de los
más influyentes hombres de negocios y caciques politiqueros locales quienes
incondicionalmente acudían a declarar sobre la buena conducta y vida ejemplar
de campesino trabajador y honrado, víctima de calumnias y acusaciones
temerarias. Bástenos con decir que estos
tan respetados personajes, entre ellos un abogado, eran amantes de las lindas
hijas de Diovigildo y hasta las tenían viviendo en Bogotá con todas las
comodidades imaginables.
Las clases de Diovigildo a sus futuros cómplices se daban tres
días a la semana, comenzaban a las seis de la tarde y se prolongaban hasta
tarde de la noche; tenían lugar en la
casa de alguno de sus alumnos, se acompañaban con guarapo y no podía faltar la
abundante cena con gallina robada que a
juicio de los ladrones es más la más sabrosa. En una de estas sesiones fue que
Diovigildo explicó por qué había dedicado su vida a robar y narró la siguiente
historia:
Tenía apenas veintitrés años, eran los tiempos de la violencia y tuve que hacer viaje Miraflores para que en
el hospital atendieran a mi mujer de parto; iba a nacer mi primer hijo. En el alto de la Cruz fui detenido por soldados en un improvisado
retén. Conducido amarrado a través del bosque me llevaron a una inmensa fosa muy cerca del pueblo donde estaban unos
policías y unos civiles matando liberales. Con las manos amarradas atrás y lo
ojos vendados los paraban al borde del hoyo, les daban un garrotazo o un
machetazo en la nuca y al caer el cuerpo
era acomodado en el fondo del hueco por
el sepulturero, un tipo de apellido Gámez.
Yo iba a correr la misma suerte y ya me estaban vendando con un
trapo negro cuando alguien dijo que era mejor que los comandantes militares
Planadas y Villarreal me interrogaran y que además había que consultar al alcalde. Me llevaron a “La Copa” una antigua escuela
que ahora funcionaba como puesto de mando de militar; me dieron patadas y puños
sin ninguna consideración, Revisaron mi cédula y mi salvoconducto e interrogado
varias veces por los comandantes fui
llevado a presencia del alcalde Roa
Sánchez donde sufrí mayores ultrajes junto con los gritos de “cachiporro”, “chusmero” y “collarejo” por parte del mandamás, el
resguardo y sus ayudantes.
Encerrado en “La Desmotadora”, una tenebrosa prisión en
Miraflores donde muchos liberales entraban y muy pocos salían con vida,
esperaba ser torturado para que hablara,
porque los comandantes militares y el alcalde me habían señalado como
sospechoso de haber participado en los hechos violentos ocurridos
días atrás cuando chusmeros
obedeciendo órdenes directas de Pablo
Bautista y al mando de los comandantes revolucionarios Melo y Perilla incursionaron por el camino de
Páez y pasando “la Buenavista” atacaron
los puestos militares de “El cascajo” y el “Boquerón” ; en algunas de las veredas ubicadas entre las quebradas
“Susía” y Mocasía, dejaron gran cantidad de muertos entre civiles y
policías; además saquearon e incendiaron
algunas viviendas de familias conservadoras y se alzaron con un
considerable botín de guerra. Esta fue una retaliación a los “chulavitas” y colaboradores de los godos. Yo nada tenía que ver con eso
porque era un campesino honrado, dedicado a mi finca y a mi familia.
Pasé muchos meses preso y con la angustia de que en
cualquier momento me sacarían rumbo a la Buenavista, colocado al borde del
precipicio para recibir un peinillazo en la nuca y ser arrojado al abismo o a
lo mejor me darían una pica y una pala y
me llevarían a cavar mi propia sepultura en los alrededores del pueblo; esa era
la suerte que corrían la mayor parte de los liberales que caían en esta espantosa prisión.
De mi mujer solo volví a tener noticias tres meses después por
boca de un preso, don Eliecer Ramírez,
un anciano liberal que había sido alcalde varias veces y quien en uno de sus
mandatos entre los años 1936 y 1940 hizo
construir la cárcel donde estábamos recluidos. Mi esposa llevada la misma tarde
de la captura al cuartel en la escuela urbana “Benjamín Herrera” fue obligada a
lavar ropa de los soldados y a los tres días en el hospital tuvo la criatura,
luego la llevaron a hacer trabajos denigrantes como sirvienta en la
casa de un tal Arturo Mahecha el jefe de
los guardianes de la “Desmotadora”. Nos volvimos a ver con ella ya arreglado el
tiempo cuando mandaba en el país mi
general Gustavo Rojas Pinilla; gracias a él a Dios y a la virgen estoy
todavía vivo junto con mi mujer.
Cuando regresé a mi finca por los lados del río Tunjita, no
encontré más que el peladero donde estaba la casa y la enramada para beneficio
de la caña, se habían robado hasta el alambre de las cercas. Mi finca, mi ganado, mis bueyes, el caballo y una mula
junto con la finca habían pasado a manos de los “chulavitas” encabezados por
quien ocupaba el puesto de “Resguardo”, un guaricho, asesino, torturador,
ladrón, violador y asaltador hermano del cura “Millán” quien vestido de militar
y con grado de capitán perseguí sin tegua a los liberales.
Lloré amargamente mi
desgracia y me juré a mi mismo que pasaría el resto de mi vida robando en
venganza por lo que me habían hecho.
Con los cachorros de ladrones aún en formación Diovigildo
emprendió el último de sus robos, del cual
dependió su última entrada a
prisión y su trágica muerte en su propia
cuando abrió la puerta para atender a su
conocido alumno quien le pedía
que guardara el producto de un robo y ofrecía una jugosa participación.
Una noche de luna llena sus discípulos y ahora socios, según lo
planeado bajo la dirección de Diovigildo
sacaron ocho novillos de una finca y los cargaron en un camión. De la venta del ganado en
Guateque se encargó en persona el
anciano jefe quien se hizo acompañar de
uno de sus nietos, menor de edad.
En tres seguros
infalibles para no ir a la cárcel
confiaba el veterano
ladrón:. El primero, cuando el robo fuera descubierto, el ganado ya
habría sido sacrificado en Bogotà y él muy orondo estaría en su casa trabajando
en sus sementaras; el encargado de
cuidar el ganado era uno de sus alumnos y daría aviso al patrón en el tiempo
acordado en el plan de trabajo. El segundo, en caso de ser capturado,
siendo hombre anciano y por su condición de ser mayor de
sesenta años el juez se vería obligado a tomar la decisión de dejarlo libre apenas algunas presentaciones periódicas al juzgado.
El tercer seguro era contar con el apoyo y declaraciones incondicionales como
hombre de de bien por parte de los influyentes politiqueros de la región
quienes estarían como siempre comprometidos a pagar los favores de sus
codiciadas hijas.
Aparte de todas estas prevenciones Diovigildo se guardaba por
ahí otra cosita frente a sus cómplices y en caso de tener que ir a prisión no
faltaría nada en su casa y al cumplir su pena disfrutaría de buen dinero.
Lamentablemente todo lo planeado falló: capturado en Guateque
con las manos en la masa y en compañía
de su nieto menor de catorce años,
fue conducido a Miraflores en el
mismo camión que había transportado los semovientes. Puesto a órdenes del
juzgado y con la participación de la recién creada Fiscalía General de la
Nación fue sentenciado por hurto de
ganado mayor y por la participación en el
delito de menor de edad a su
cargo.
De nada valió presentar ante el juez el registro civil de
nacimiento para demostrar su edad; Sus influyentes yernos que tantas veces lo
sacaron de apuros esta vez no fueron llamados a declarar y su poder
intimidatorio ya no causaba efecto alguno en sus víctimas. Eran tiempos
modernos, ahora la Fiscalía lo acusaba y presentaba las pruebas además de
brindar protección a los testigos.
A Diovigildo solo le quedaba la última
carta de su plan: hacerse cargo él solo del delito, ir a la cárcel y desde allí
chantajear a sus cómplices
[1] Término
usado por ese entonces en la región del
Lengupá para referirse a los
habitantes de Páez y riberas del río
Upía.
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